Todas las que hemos visto y
somos fanáticas de la serie de la glamourosa Sarah Jessica, Sexo en Nueva York, o Sex and the city para l@s neoyorquin@s
del mundo mundial, sin lugar a dudas nos hemos sentido identificadas con más de
una peripecia sentimental de sus protagonistas, pero sobre todo con las
protagonistas. Son como las Spice Girls de las maduritas, cada una con un
estilo único y una personalidad diferente a la de la otra, y como también
ocurría con las Spice, en este caso a la fuerza, nos hemos visto reflejadas y
hemos querido ser como ellas, siempre decantándonos por la más popular; nos
hemos querido sentir una Carrie principalmente porque es la prota y la que
mejor viste de todas, pero también como Samantha, por esa libertad sexual que
desprende e incluso con la dulce y virginal Charlotte. Digo a la fuerza porque
incluso buscamos similitudes donde casi ni las hay para parecernos a la
cosmopolita perfecta, pero nadie repara en la mujer cosmopolita real… Miranda.
Miranda, según las encuestas de
internet, es la menos popular del cuarteto de las Sex and the city, imagino que por su, aparentemente primera
impresión en su conjunto, su coraza de mujer independiente, su personalidad
coherente o sus respuestas francas a todo. Quizás porque es bastante real, más
bien la más natural de todas, no llama tanto la atención: lo normal suena a
mediocre y no buscamos asemejarnos a la mediocridad, para eso ya está la vida.
O esa es la conclusión a la que termino llegando. Pero sinceramente, a día de
hoy puedo decir que, aunque siempre he querido ser una Carrie por sus vestidos
o una Samantha por ese estilo de vida que en realidad no va conmigo, solo me
divierte viéndolo desde fuera, si tengo que identificarme con alguna de ellas
sin duda es Miranda.
Miranda es una mujer que no
tiene miedo por vestir menos femenina que sus amigas, llegados un punto, el
amor propio es el más fiel de todos y del que hay que hacer caso. Ella es más
lista que ninguna porque, en vez de buscarse un marido que la mantenga o con el
que tras divorciarse herede su pisito de Park Avenue, o en lugar de gastarse
todos sus ahorros en colecciones de pares de Manolo Blanik y después preguntarse cómo pagar el alquiler, con su
esfuerzo y su trabajo no solo consigue crearse un lugar en su buffete sino que logra pagar la entrada
de un piso en propiedad, sin aval y “sola”,
como insiste ella a los de la inmobiliaria.
Miranda está contenta con su
trabajo, con su casa, con sus amigas, disfruta de ser mujer, del ocio en Manhattan,
de los almuerzos en Magnolia Bakery e
incluso de algunos hombres.
La parte más difícil y más
interesante de su vida en la serie llega cuando se queda embarazada. A ella le
ocurre lo mismo que a muchas mujeres que probablemente se lo callan: pasa un
embarazo a veces molesto, con calores, descontrol de pedos y miedos; cuando da
a luz, Miranda no solo se enfrenta a un posparto en el que debe asumir que su
principal función en esos momentos es sacarse sus enormes tetas llenas de leche
para amamantar a Brady, debe mirar desde un rincón cómo sus amigas continúan sus
vidas de fabulosas neoyorquinas, asumir que su cuerpo ya no es el mismo, el
acudir a un salón de belleza a ponerse el tinte se convierte en una misión imposible,
es incapaz de atender una llamada o escuchar atentamente a su amiga, de hecho,
sus amigas la ven distinta. Cuando ya se ha acostumbrado a convivir con Brady llega
el gran dilema: volver a trabajar sin sentirse una mala madre por dejar a su
bebé con la babysitter, y es que, esa
necesidad de querer retomar una vida anterior y acudir al trabajo como un lugar
en el que vuelve a ser ella, de que le guste ir a la oficina, choca bruscamente
con el sentimiento de culpabilidad de marcharse con los lamentos de su hijo de
fondo y de regresar a casa sin haber podido darle las buenas noches. Entiende
que ya no es momento de hacer horas extra, que si se quiere ir un fin de semana
con sus amigas a los Hamptons debe ser acompañada de Brady, que el tiempo libre
ya es para él y con él. En el momento en que comprende que ya no es la
pelirroja de Manhattan que se siente segura con sus comentarios mordaces, su cosmopolitan en la mano, que tardará en
volver a ponerse sus vaqueros ajustados y que si quiere una noche de ocio
dependerá de Magda, su asistenta, o del padre de la criatura, en el momento en
el que empieza a compatibilizar su vida de madre, mujer trabajadora y amiga que
escucha los líos amorosos de sus otras amigas a tiempo parcial, se convierte en
la mujer con la que muchas mujeres nos sentimos identificadas.
Todas las que estamos criando a
un bebé, que no tenemos tiempo de depilarnos, que entramos a las tiendas y nos
llevamos la ropa que nos gusta para probárnosla en casa, que a veces miramos a
nuestro hijo llorando sin motivo y le soltamos un “por qué no te callas” a lo
rey Juan Carlos para después ir corriendo a cogerlo y pedirle perdón, que nos
despertamos de mala ostia por las noches, que agradecemos las horas que nos
vamos a trabajar y que luego nos sentimos culpables por salir más tarde de
nuestra hora, que nos debatimos entre dar un paseo por el parque con el carrito
o ir a tomar un café con las amigas, que adoramos Manhattan pero nos sentimos
más cómodas y felices en Brooklyn, todas esas somos Miranda Hobbes y agradecemos
que exista una antiheroína del glamour, una mujer empoderada y una auténtica
mamá del siglo XXI reflejada en una serie.
Porque a veces llega el momento
de dejar de sentirse una Carrie y empezar a ser la Miranda Hobbes que llevamos
dentro.
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