martes, 5 de febrero de 2019

Yo soy Miranda Hobbes


Todas las que hemos visto y somos fanáticas de la serie de la glamourosa Sarah Jessica, Sexo en Nueva York, o Sex and the city para l@s neoyorquin@s del mundo mundial, sin lugar a dudas nos hemos sentido identificadas con más de una peripecia sentimental de sus protagonistas, pero sobre todo con las protagonistas. Son como las Spice Girls de las maduritas, cada una con un estilo único y una personalidad diferente a la de la otra, y como también ocurría con las Spice, en este caso a la fuerza, nos hemos visto reflejadas y hemos querido ser como ellas, siempre decantándonos por la más popular; nos hemos querido sentir una Carrie principalmente porque es la prota y la que mejor viste de todas, pero también como Samantha, por esa libertad sexual que desprende e incluso con la dulce y virginal Charlotte. Digo a la fuerza porque incluso buscamos similitudes donde casi ni las hay para parecernos a la cosmopolita perfecta, pero nadie repara en la mujer cosmopolita real… Miranda.
Miranda, según las encuestas de internet, es la menos popular del cuarteto de las Sex and the city, imagino que por su, aparentemente primera impresión en su conjunto, su coraza de mujer independiente, su personalidad coherente o sus respuestas francas a todo. Quizás porque es bastante real, más bien la más natural de todas, no llama tanto la atención: lo normal suena a mediocre y no buscamos asemejarnos a la mediocridad, para eso ya está la vida. O esa es la conclusión a la que termino llegando. Pero sinceramente, a día de hoy puedo decir que, aunque siempre he querido ser una Carrie por sus vestidos o una Samantha por ese estilo de vida que en realidad no va conmigo, solo me divierte viéndolo desde fuera, si tengo que identificarme con alguna de ellas sin duda es Miranda.
Miranda es una mujer que no tiene miedo por vestir menos femenina que sus amigas, llegados un punto, el amor propio es el más fiel de todos y del que hay que hacer caso. Ella es más lista que ninguna porque, en vez de buscarse un marido que la mantenga o con el que tras divorciarse herede su pisito de Park Avenue, o en lugar de gastarse todos sus ahorros en colecciones de pares de Manolo Blanik y después preguntarse cómo pagar el alquiler, con su esfuerzo y su trabajo no solo consigue crearse un lugar en su buffete sino que logra pagar la entrada de un piso en propiedad, sin aval y “sola”, como insiste ella a los de la inmobiliaria.
Miranda está contenta con su trabajo, con su casa, con sus amigas, disfruta de ser mujer, del ocio en Manhattan, de los almuerzos en Magnolia Bakery e incluso de algunos hombres.
La parte más difícil y más interesante de su vida en la serie llega cuando se queda embarazada. A ella le ocurre lo mismo que a muchas mujeres que probablemente se lo callan: pasa un embarazo a veces molesto, con calores, descontrol de pedos y miedos; cuando da a luz, Miranda no solo se enfrenta a un posparto en el que debe asumir que su principal función en esos momentos es sacarse sus enormes tetas llenas de leche para amamantar a Brady, debe mirar desde un rincón cómo sus amigas continúan sus vidas de fabulosas neoyorquinas, asumir que su cuerpo ya no es el mismo, el acudir a un salón de belleza a ponerse el tinte se convierte en una misión imposible, es incapaz de atender una llamada o escuchar atentamente a su amiga, de hecho, sus amigas la ven distinta. Cuando ya se ha acostumbrado a convivir con Brady llega el gran dilema: volver a trabajar sin sentirse una mala madre por dejar a su bebé con la babysitter, y es que, esa necesidad de querer retomar una vida anterior y acudir al trabajo como un lugar en el que vuelve a ser ella, de que le guste ir a la oficina, choca bruscamente con el sentimiento de culpabilidad de marcharse con los lamentos de su hijo de fondo y de regresar a casa sin haber podido darle las buenas noches. Entiende que ya no es momento de hacer horas extra, que si se quiere ir un fin de semana con sus amigas a los Hamptons debe ser acompañada de Brady, que el tiempo libre ya es para él y con él. En el momento en que comprende que ya no es la pelirroja de Manhattan que se siente segura con sus comentarios mordaces, su cosmopolitan en la mano, que tardará en volver a ponerse sus vaqueros ajustados y que si quiere una noche de ocio dependerá de Magda, su asistenta, o del padre de la criatura, en el momento en el que empieza a compatibilizar su vida de madre, mujer trabajadora y amiga que escucha los líos amorosos de sus otras amigas a tiempo parcial, se convierte en la mujer con la que muchas mujeres nos sentimos identificadas.
Todas las que estamos criando a un bebé, que no tenemos tiempo de depilarnos, que entramos a las tiendas y nos llevamos la ropa que nos gusta para probárnosla en casa, que a veces miramos a nuestro hijo llorando sin motivo y le soltamos un “por qué no te callas” a lo rey Juan Carlos para después ir corriendo a cogerlo y pedirle perdón, que nos despertamos de mala ostia por las noches, que agradecemos las horas que nos vamos a trabajar y que luego nos sentimos culpables por salir más tarde de nuestra hora, que nos debatimos entre dar un paseo por el parque con el carrito o ir a tomar un café con las amigas, que adoramos Manhattan pero nos sentimos más cómodas y felices en Brooklyn, todas esas somos Miranda Hobbes y agradecemos que exista una antiheroína del glamour, una mujer empoderada y una auténtica mamá del siglo XXI reflejada en una serie.
Porque a veces llega el momento de dejar de sentirse una Carrie y empezar a ser la Miranda Hobbes que llevamos dentro.

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