Adoro Carnavales, siempre me ha gustado. Sin embargo, ahora
me encuentro en esa fase algo desmotivada en la que me falta ese grupo “remolque”
con el que lanzar el fuego de artillería para estas ocasiones. La tropa con la
que siempre me he ido con bolsa de botellón en mano para celebrar ese Carnaval
alocado y guerrillero ya no existe o ha encontrado otro modo de disfrazarse y
festejar más apaciguado. Yo de momento observo y pienso cual es mi siguiente
paso y cómo podría reincorporarme a la tradición del Carnaval para el año que
viene, que ganas no me faltan, y rememoro las fases carnavalescas que tantos
recuerdos buenos me dejan, como si de un collage de imágenes o un montón de
retales cosidos todos juntos se tratara…
Empezamos por cuando eres un bebé, de eso una no se acuerda
de no ser por las fotos, pero de los 0 a los 3 años, más o menos, es el único
periodo en el que tu opinión no cuenta para nada y los mayores te disfrazan de
lo que les apetece o bien eres el conejillo de indias de la abuela convertida
en diseñadora de disfraces. Mucho tul, gomaespuma y otros ingredientes sacados
del Art Attack, para dejar a un querubín más adornado que un árbol de Navidad.
La siguiente etapa es la de los estereotipos, claramente. Si
eres niña, solo querrás que te disfracen de princesa, hada o princesa-hada, y
si eres niño el tema es mucho más fácil: superhéroes. Pero las niñas pasamos
por esa fase merengue en la que nos creemos las protagonistas de los cuentos de
hadas… Aún nos queda tanto por saber de cuentos de hadas.
Hay una fase, al menos yo la he vivido así, en la que ni
eres niña ni eres adolescente, estás en tierra de nadie, desgarbada, patito feo
total, sin ganas de sentirte coqueta porque lo que ves ante el espejo es tan
poco inspirador. Es cuando tampoco te calientas mucho con los disfraces: algo
cómodo y fácil de poner y quitar, y que no sea necesario ir a una tienda a
buscarlo ni hacerlo. Ya está: el baúl de los trapos viejos de la abuela, la
ropa de trabajo de papá y cosas así, porque en estos momentos lo mismo te da
disfrazarte de maruja o de Rambo, solo quieres ir cómoda y pasar desapercibida.
A partir de los 15 años y bastante más en adelante, ya es la
repanocha. El primer año te atreves con un disfraz que te haga sentir más
mayor, más mujer y de ahí, sin que haya una señal o un detonante que prepare a
los pobres padres para eso, pasas a ponerte cualquier disfraz, recortado dos
palmos sobre la rodilla, para poder añadirle el “puta” detrás. Monja-puta,
enfermera-puta, caperucita-puta, carcelaria-puta… Sabéis por donde voy, ¿no? Ahora
que lo pienso, ¡Qué manera más barata y facilona de auto vejarnos! Pero esa
fase existe, por desgracia.
Por suerte, después nos volvemos más originales, la fase en
la que intentamos calentarnos la cabeza para lucir un disfraz, ni sexy ni
cómodo, sino innovador, gracioso. Ya entramos en la auténtica temática del
Carnaval: disfrazarnos para reírnos y hacer reír.
Ahora, después de
recordar todos los disfraces, las fiestas con las amigas, el primer toque de
queda “flexibilizado” gracias a la excusa de esta fiesta, los brebajes de
alcohol que te hacía llegar a casa medio cocida, el ritmo de las batucadas
callejeras y las visitas a las tiendas de adornos y disfraces para ver qué toca
este año, estoy deseando que pase esta etapa rancia y, por qué no, un poco
gris, y espero poder decir el año que viene que me ha vuelto a invadir el
espíritu carnavalesco, con sus colores, sus ruidos, sus ridiculeces y todo.
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