martes, 4 de octubre de 2016

La clara y la yema

Si hace ochenta años se les hubiese dicho a las mujeres españolas, por aquel entonces vetadas en las urnas electorales, que en éste último año podrían votar hasta en tres ocasiones (hasta aburrirse y llegar al punto de no querer pasarse ni por los colegios electorales), esas mismas mujeres no se lo creerían, no saldrían de su asombro, es más, pensarían que nos estaríamos cachondeando de ellas y con razón. Porque, amigas mías, fue en los comicios de 1933 cuando las mujeres españolas emitieron por primera vez su voto en unas elecciones generales, durante la II República. Dos años antes, en 1931, a la Constitución republicana no le quedó otro remedio que reconocer este derecho entre sus artículos, y todo gracias a la lucha constante de una mujer: Clara Campoamor. Y es que a nosotras, las mujeres, en insistentes no nos gana nadie, aunque nos lo pongan difícil yo creo que incluso nos ponemos más pesadas.

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Clara Campoamor y Victoria Kent
Y difícil estaba la cosa por aquellos tiempos, con solo tres diputadas en la Cámara, ¡tela marinera! A parte de la Campoamor, militante del Parido Radical, las únicas que representaban a la mujer eran Margarita Nelken, que si levantara ahora la cabeza y viera cómo andan ahora las cosas en su partido, el PSOE, la volvería a agachar, ipso facto; y, por otro lado, Victoria Kent, del Partido Radical-Socialista. Pero a pesar de ser pocas, si añadimos que encima no estaban de acuerdo, menudo panorama. Lo cierto es que si Campoamor defendía el sufragio universal, Kent y Nelken no lo tenían tan claro; éstas dos últimas pensaban que si se deseaba que el proyecto político republicano se consolidara, lo de darle a la mujer la "oportunidad" de votar podía, digamos, estropearlo. Concretamente, la Kent tenía sus miedos en cuanto a que la mujer española de la época, sometida al sistema patriarcal, la iglesia y la educación conservadora, no estuviese a la altura de las circunstancias y echase por tierra ese proyecto político que tanto defendía por ser progresista y moderno.
Pero, ahora digo yo, ¿qué tiene de progresista y moderno no conceder ese "beneficio de la duda" a la mujer española de la época? Es como si, y perdón por esta comparación tan simplona, una hija adolescente le pide a sus padres ir a la discoteca por primera vez, habrá que darle un voto (y nunca mejor dicho) de confianza, ¿no? ¿Cómo sabrían entonces los padres si su hija adolescente está a la altura de las circunstancias?
Pues teniendo en cuenta que "la mujer de la España de la época" es precisamente esa "hija adolescente", y que en este caso no se trata de negociar con los padres, sino de verse representadas por políticos que se supone que son elegidos por el propio pueblo para velar por tod@s ell@s, es evidente que en la Cámara hubiese discrepancias ante la postura de la paternalista (en esta cuestión) Victoria Kent. Fue Clara Campoamor la que, desde que ocupara su escaño, puso todo su empeño en conseguir que la mujer tuviera los mismos derechos que los hombres, en contra de su partido primero, en contra del Congreso después y en contra de su única y posible aliada feminista, que debería ser lo que más le jodería. 
Hubo un debate entre estas dos mujeres sobre el tema del voto femenino el 1 de octubre de 1931, una decía que se debía aplazar esta decisión, la otra que no, que se trataba de un derecho histórico, y mientras estas dos mujeres mantenían un debate dialéctico sobre lo que era mejor para la mujer, siendo directas y honestas entre ellas y teniendo ambas en común el ser feministas, sin entrar en quién de las dos defendía la postura correcta, el hecho de que Clara defendiera el sufragio femenino y de que Victoria se opusiera, provocó muchas burlas, generalmente propiciadas por los medios de comunicación, porque hay cosas que ni en ochenta años cambian. Se pudo leer en los periódicos comentarios como "dos mujeres solamente en la Cámara, y ni por casualidad están de acuerdo", o "¿qué ocurrirá cuando sean 50 las que actúen?", el presidente Azaña definió la situación como "muy divertida". Incluso se las llegó a rebautizar a ambas políticas como "La Clara y La Yema", tan propio del humor masculino.
Es irónico todo aquel circo que se montó entorno al debate de estas dos señoras, carne de burla principalmente para los hombres, cuando son precisamente ELLOS los políticos, antes, ahora y siempre, los que pierden los papeles, se destripan y se sacan los ojos cuando se enfrentan en el Congreso y algunos son incapaces de sentarse aunque sea a dialogar con su opositor, dejando a un lado las discrepancias ideológicas o la imagen que deben mostrar ante sus militantes. Ellas demostraron que no compartían opinión en el tema del sufragio, vale, pero estaban por encima de todo eso, anteponían el buen diálogo.
La clara y la yema, al menos, cuando se bate bien el huevo consiguen unirse y se puede cocinar un plato medianamente decente, cosa muy difícil de ver hoy en día entre nuestros políticos.


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