Se me hubiesen podido ocurrir decenas de temas que comentar o desglosar en este espacio. Podría haber hablado de cualquier noticia banal o divertida, de sucesos absurdos u opiniones sexistas que criticar. Pero me es imposible hacerlo, no me salen las palabras para escribir sobre lo ajeno, aunque me impacte muy de cerca. Ni siquiera me apetece compartir mi miedo ante la Fase 1, estoy harta de Covid-19, de las noticias, de los políticos... A veces escribo poemas, pero este no es el espacio para compartirlos.
No.
No.
Y no.
Desde ayer, cada vez que leo una noticia sobre el tema, se me nublan los ojos y se me encoje la garganta, ¡Fíjate! ¿Quien me lo iba a decir a mí? Todo esto es por el hijo de Ana Obregón: el niño que me caía mal cuando lo veía morder los micrófonos, la actriz que me parecía (según mis prejuicios) demasiado frívola y todo lo demás que nos muestra la prensa. Pero ayer, por primera vez, empaticé con Ana Obregón: me puse en su lugar, pensé en cómo podría sentirme si en esos momentos yo estuviera viviendo su pena, la muerte de su único hijo; no duró mucho el ejercicio, me faltó la respiración al instante y me puse a llorar como una magdalena, lo juro; incluso me sentí mal por haber juzgado de forma negativa durante tanto tiempo a una persona con la que, en estos momentos siento tanto respeto.
Después de esto he estado reflexionando y sí, puedo asegurarlo: ser madre te cambia, te hace más humilde y te enseña a ponerte en el lugar del otro, te hace más humana. No quiero decir con esto que quien no es madre no es humana, para nada, que no se me malinterprete, pero como en todas las experiencias vitales importantes, ésta, la maternidad, supone un empujoncito a la la hora de intentar ponerse en el lugar del otro, que nunca es fácil. Probablemente si no fuera madre, el respeto por una persona que acaba de perder a un hijo y por el propio hijo, lo tendría, eso creo que forma parte de la ética de cada uno; pero quiero ir más allá, hablo del sentimiento, de vivir ese dolor en mis carnes. De verdad que intentando comprender a esta mediática actriz, lo he sentido y ha sido horrible: conforme me imaginé el pasar por ese trance, fui corriendo al lado de mi pequeñín y no me separé de él durante el resto del día y más tarde, intentando grabar ese instante de él y yo solos; en el trabajo, estuve pensando "¿Qué estará haciendo ahora esta mujer? ¿Tendrá ganas de comer, de dormir, de respirar? ¿Se puede plantear una madre seguir con su vida después de eso o simplemente se deja llevar a ver qué pasa? ¿Vuelven las ganas de vivir?
De verdad, yo, que me negué a ver Ana y los siete, que me reía de esa carrera de bióloga-guionista, que criticaba esos posados veraniegos... puedo decir que siento una melancolía compartida, no por la mujer, ni por la actriz, ni por la bióloga, ni por la celebrity, sino por la madre. Creo que existe un hilo invisible que nos conecta a las que sufrimos como madres y que, sin conocernos personalmente, somos capaces de vivir y sufrir lo que podría estar viviendo y sufriendo la otra.
Yo no sé si existe el cielo o si nos reencarnamos en algo, pero cuando una tragedia así, tan antinatural, ocurre: que una madre le sobreviva a un hijo, que lo tenga que ver agonizar con apenas 27 años, solo espero que la vida terrenal que toca seguir viviendo después de todo eso, sea lo suficientemente llevadera para no consumirse, porque después de eso, creo que da igual si hay cielo o infierno tras la muerte, lo único que quieres es volver a ver a tu hijo y lo demás te sobra.
Mucho ánimo a las madres que les toca despedir a sus hijos, eso no debería ocurrir, nunca.
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