Anoche me puse a pensar y a recordar mis años de adolescente, los dieciseis, diecisiete... Me acuerdo perfectamente de cunado salía un sábado con mi amiga Vero de fiesta por Alicante (yo soy de un barrio que está alejado de la zona céntrica), cenábamos, dábamos una vuelta, íbamos a bailar a los locales que nos gustaban, qué guay, tan jóvenes y ya tan independientes; luego íbamos a hacer cola a la parada de taxis que hay en la Explanada, sabíamos perfectamente lo que teníamos que pagar y reservábamos ese dinero para cubrir el trayecto. Pero ahí es donde se descubría nuestra debilidad, nuestra inseguridad: a pesar de vivir en un barrio pequeño y de distancias cortas, ninguna de las dos quería ser la última en bajarse y tener que estar varios minutos solas con el taxista,así que siempre le pedíamos que nos bajara en el punto intermedio de nuestras casas,
pagábamos, el taxista se iba, nosotras nos fumábamos un cigarrillo y charlábamos un poco de las anécdotas de la noche, quizás también para retrasar el momento que tanto miedo nos da: que cada una tome la dirección hacia su casa, solas. Finalmente nos armábamos de valor, Vero tiraba calle arriba y yo recto a la derecha, conforme me estaba acercando ya a mi casa, con las llaves apretadas en mi mano, me iba invadiendo un nervio como de "ya falta poco, la puerta de mi casa está ahí cerca, ¿y si justo en este momento alguien me parara?", notaba una sensación como de que alguien me seguía los pasos y hacía un spring final; llegaba a mi portal con la llave por delante directa a la cerradura y hacía un ruido excesivo al abrir el portón de la verja de hierro, a posta, para que mis padres se enteraran de que al menos ya había llegado a la puerta y que si no se abría también la puerta de casa, la de madera, en unos segundos, ya podían acudir a mi rescate... Uff, cuanta paranoia, pensaba, pero es que cuando llegaba a casa respiraba de alivio: un sábado más que salía a divertirme y que sobrevivía al trayecto del taxi a mi casa. Espera, tono de llamada a Vero para que sepa que he llegado bien, ella hace lo mismo. Vale, ahora sí: un sábado exitoso.
A los veinte y veintitantos ya salía más a menudo por mi pueblo durante los fines de semana, otro tipo de ocio, más alejado de la ciudad pero no por ello más libre de peligro. La de veces que habré vuelto a mi casa andando desde el centro del pueblo, sola, unos cinco o siete minutos de trayecto de carretera sin farolas, porque mi casa se queda a las afueras, o sino cuando he regresado de las fiestas del pueblo de al lado con mi amiga Lorena, unos tres kilómetros, de madrugada, por no coger el coche por eso que dicen de que si bebes no conduzcas y total está al lado. En cualquiera de esas ocasiones he estado expuesta a ser parada por alguien, a ser acosada, agredida... y no quiero ni pensar qué cosas más. Pero en ese momento ni se me pasaba por la cabeza, por eso, porque es un pueblo pequeño y todos nos conocemos y porque en realidad no estoy haciendo nada peligroso, solamente regreso a mi casa después de un rato de ocio, ya está. También es cierto que la edad y la experiencia me envalentona. Sin embargo, con la claridad de la mañana siguiente lo pensaba y sí, después de analizar la situación, me daba un poco de caguele saber que existía la posibilidad de que no hubiera podido llegar sana y salva a mi casa, y si no lo pensaba yo, era mi madre quien me daba la matraca con eso de que no hay que fiarse de nadie, que es peligroso ir solas por la calle y más por la carretera, acuérdate de las niñas de Alcàsser y esas cosas que nos dicen las madres por ¿miedo?
Cuando ayer supe del destino, ya predecible, de Laura, fue cuando volví a ser consciente (me pasa cada vez que ocurre alguna de estas desgracias) de que desde mi adolescencia hasta hoy, cada vez que he salido a la calle o he vuelto de algún lugar de noche, he vivido en un continuo sentimiento de inseguridad, o bien en el momento o bien después, cuando me paraba a pensar. Como si yo hubiera sido una irresponsable durante todos estos años que se ha dedicado a jugar a la ruleta rusa.
A las niñas nos enseñan desde pequeñas ciertas directrices de supervivencia: no provoques demasiado, ve siempre en grupo, no pases por ciertas calles solitarias, llama cuando llegues a tal sitio o regresa a tu casa a tal hora que es más seguro. ¿Por qué? Nos adiestran en la cultura del miedo, nos hacen sentir vulnerables y desprotegidas cuando jamás deberíamos consentir que nadie nos hiciera sentirnos así. El cuento de Caperucita ya nos adoctrina "¿Dónde vas tan solita por el bosque?", como que las niñas que osan ir solas se arriesgan a desafiar al lobo y a que éste se las coma.
Pero nadie se plantea adiestrar al lobo.
Nadie cae en la cuenta de que no hay que enseñar a las víctimas potenciales a evitar las situaciones peligrosas, sino educar en valores para que las conductas machistas y violentas no sean un estilo de vida. Yo quiero educar a mi hijo para que jamás se le pase por la cabeza ser un lobo, para que sepa que mujeres y hombres somos igual de valiosos, que tod@s merecemos respeto, que NO es NO, que la minifalda no es una señal de provocación sino una prenda de vestir, que una chica que pasea sola por la calle no tiene la necesidad de ser molestada, ni siquiera para escuchar un piropo vulgar que en ningún momento ha pedido.
Ya basta. Somos mujeres, pero creo que cada vez somos más fuertes, cada vez se nos oye más. Laura es otra guerrera más que ha tenido que irse al cielo sin ganar la lucha, pero debe saber que su muerte no ha sido en vano, que aquí abajo continuamos la batalla y que vamos a luchar por destruir esa lacra que es la violencia machista. Que saldremos a caminar solas, libres y sin miedo.
Descansa en paz, amiga.
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