domingo, 11 de agosto de 2013
Odisea en el gimnasio
El gimnasio, un lugar que cada vez está más de moda. Hoy en día si quieres hacer deporte ya no sirve salir a correr o hacer abdominales en casa. Ahora si quieres hacer deporte, mejor hacerlo con estilo: plantarse unas deportivas y un conjunto espléndido para hacer deporte y llenar una bolsa con un montón de cremas cosméticas, jabones y mascarillas para el post-entrenamiento. Porque también es cierto que en el gimnasio, al menos las mujeres, solemos estar una media de dos horas: una para hacer gimnasia y otra para el ritual del acicalamiento en el vestuario.
Está claro que ir con un grupo de amigas o juntarse y ver a otra gente en una sala de maquinas o una sesión de body pump es un buen aliciente para obligarse a hacer varias horas de deporte a la semana, ya que hay veces que, para qué negarlo, cuesta y más cuando tienes jornada laboral incluida.
Pero cuando vas por libre, la cosa se complica. Yo antes iba al gimnasio, disfrutaba con la clase de spining en concreto y con muchas otras también. Iba sola porque mis amigas o no tenían tiempo o no coincidían conmigo en horarios, pero yo tenía mucha fuerza de voluntad, y a pesar de no ir con un séquito de amigas, ahí estaba, dándolo todo en el gimnasio.
Al principio la cosa iba bien, era un gimnasio de barrio y no éramos muchos socios apuntados, tal como a mí me gusta. Pero a medida que se fue popularizando, notaba que cada vez me costaba más llegar a tiempo para apuntarme a una clase: cuando llegaba a las 9:10 para cambiarme y anotarme en la lista de una clase de aforo limitado, resulta que ya se me habían adelantado un grupo de mamás que, astutamente, antes de dejar a los niños en el cole entraban al gimnasio y se apuntaban en la clase o simplemente entraba solo una de ellas y registraba a diez amigas. Ir en grupo tiene muchísimo poder…
Después de varias veces pasándome lo mismo decidí cambiar de “aires”, ya que no iba a presentarme en la recepción del gimnasio a las 8:30 para asegurarme una clase que tendría lugar una hora después, ¿qué habría hecho en todo ese rato pudiendo dormir un poco más? Así que me decidí a probar las máquinas, que es un poco más aburrido que las clases en grupo, pero con la música del mp3 se arregla todo. El caso es que estoy en una máquina de fortalecer brazos a ver qué tal va y en eso que se me planta un tío de estos cachas (“cruasanes” es como los llamo yo) al lado mía. Yo miro de reojo pensando que igual quiere coquetear, ¡si me puse nerviosa y todo! Pero al poco rato ¡zas! Me entero de las verdaderas intenciones cuando me dice: ”¿Te falta mucho? Es que ahora me toca estar aquí”. ¿Perdona? Ahora resulta que como yo no llevo una tabla de entrenamiento que me dice a qué máquina me toca ir, tengo que levantarme como si nada y cederla ¿no? Y además no se puede cambiar el orden de la tabla, se ve que los cruasanes son un poquito cerrados. Para más inri, mientras el chico ese me decía aquello, a la vez me miraba con cara de “qué haces aquí, tu deberías estar en clase de spining, con las mamás”.
Así que al final me harté, y a pesar de resultar más glamuroso ir a un gimnasio, decidí que para no pasarme las mañanas cabreada mejor sería que me fuera a caminar, a nadar a la playa o cualquier cosa, aunque suene menos chic. Total, al final lo que una busca es estar activa y sin dolores de cabeza mucho mejor.
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